viernes, 16 de agosto de 2013

Matemos a la muerte

La experiencia consciente y diaria, al presentamos el espectáculo continuo de la muerte en nuestro derredor, nos demuestra que también a nosotros nos ha de tocar un día nuestro turno de morir; mas, por otro lado, y sin que nadie haya podido explicarnos el porqué de ello, hay algo harto extraño en nuestro inconsciente a quien repugna la idea de no ser o del morir, tanto, que aunque llegásemos a centenarios, siempre pensaríamos y obraríamos como si jamás hubiese de interrumpirse nuestra existencia.
El temor a la muerte es causa, en efecto, de la mayor parte de nuestras desdichas. Herencia medieval, o más bien herencia de todos los tiempos, no ha desaparecido aún de nuestros corazones.
La falta de ideales de los unos, los erróneos ideales de los otros, son motivos para que se mire con pavor lo que debiera recibirse serenamente y considerarse como el más lógico cumplimiento de una ley natural que, cual todas las cosas naturales, resulta misericordiosísima.
Los despotismos teocráticos de todos los tiempos y cuantas explotaciones han existido del débil por el fuerte, debiéronse a este maldito temor, causa siempre de tristes misoneísmos.
La educación tradicional europea es la más desastrosa que darse puede en tan esencial cuestión de nuestra vida. Las cerradas ortodoxias de otros tiempos; sus falsos infiernos tremebundos, donde un día tan sólo de humana debilidad decía castigarse con penas sempiternas, esterilizaron nuestra razón ante el Misterio, y, al hacernos cobardes, dejamos de ser hombres y caímos víctimas de nuestra propia debilidad. De aquí tanta y tanta neurosis religiosa, que ora llevaron al hospital, ora al claustro, a gran número de crédulos, ganosos de conseguir, con una muerte en vida, una vida tras la muerte.
La inevitable reacción escéptica ha traído el mal contrario. Ahogados los más nobles espiritualismos y las más legítimas esperanzas de una vida mejor de ultratumba, justo premio a sentidos anhelos de aquí abajo, natural es que nos sintamos más aferrados a una vida única que se nos escapa, y tras la cual sólo nos aguarda la aniquilación inconsciente y absoluta.
Cosa bien distinta es la del que cree en realidades post mortem, cumplidas, ora en ignotas regiones del espacio, ora en los mundos que en él pululan por millares, o bien retornando cien y cien veces a la Tierra, con ese mismo movimiento cíclico con que todo retorna en la vida, ciclo evidenciado en la marcha de las estaciones, en la de las ideas y en otros fenómenos naturales.
Retorna el oxígeno, que mediante combinaciones y descomposiciones cíclicas se incorpora con el carbono en la respiración animal, y se separa de él por la función vegetal de la clorofila, tornando a ser respirado y separado en ciclos sin fin, en la sucesión de los tiempos; retorna el agua del mar, que pasa de este a las nubes; de las nubes a las fuentes y ríos, en otro ciclo o rotación inacabable y prodigiosísima; retorna, gira, se mueve en ciclo, una y cien millones de millones de veces, la corriente marítima y la corriente atmosférica, la corriente de savia, la de sangre; todas, en fin. Por eso, si todo la que nace tiene que morir, cuanto muere ha de renacer indefinidamente, en virtud de la asidua observación natural que establece la ley cíclica, como la más augusta de las leyes que rigen al Universo entero, desde el átomo hasta el astro. Por eso, también, la Naturaleza no es una masa inerte para quien sabe comprender su sublime grandeza, sino la fuerza creadora del Universo, fuerza siempre eficiente, primitiva, eterna, que alberga en su seno todo cuanto nace, perece y renace indefinidamente, y un día eterno en el cielo, y un día eterno para el hombre, nos incomunicarían con la creación, el primero, y el segundo con el Creador.
Hay que creer en la vida y en la muerte como simples aspectos de una sola y única cosa. La ley de acción y reacción, de energía activa y latente, de luz y sombra, de oscilación pendular y eterna entre órdenes mal diferenciados por nuestra miopía, de presencia y ausencia, labor y descanso, seminación y fruto, en un indefinido viajar hacia idealidades ignotas de inaudita hermosura, donde nuestra personalidad se anegue en el piélago insondable de lo Incognoscible, y donde descanse un tiempo para retornar, ya de otro modo. ¿Será esto realmente así? Demostrarse no puede. Hoy no han salido aún estas cosas de los inconmensurables dominios de la intuición y de la imaginación, para entrar en el del raciocinio pero si recordamos la historia de los siglos, veremos que en materia de descubrimientos portentosos siempre la realidad ha excedido a todas las fantasías en ciencias, industrias, artes y cuanto abarca la humana y secular labor. No temamos, pues, a la muerte: no es ella término, sino puerta de la vida, que por algo se cumple con ella el más augusto y misterioso de nuestros naturales destinos. Eduquémonos, no para morir, sino para la vida de la realidad, amasada, en justa proporción con los más exquisitos idealismos. Haciéndolo así, el hombre es un dios, porque se domina a sí mismo frente al más espeluznante de los temores.
Una consideración no más que servir puede, en efecto, de un dulcísimo consuelo. La muerte es, sin disputa, una triste verdad para los que aquí quedamos; pero tratándose de los casos de muertes naturales exornadas con los suaves adormecimientos inconscientes del sueño, ¿podremos asegurar, de igual modo, que sea la muerte una realidad para el que marcha? En el momento supremo en que salga de tal inconsciencia, ¿no verá él la ulterior realidad que le espera, y vendrá, así, a no darse cuenta de cuanto le ocurre? Si tal acaeciese, la muerte carecería para la víctima de toda realidad objetiva atormentadora, o lo que es lo mismo, después de tanto ruido, le resultaría no más que una insigne mentira.
¿Todavía lo dudas? Si no, tú ya has matado a tu muerte.

jueves, 1 de agosto de 2013

La boca

La boca es el comienzo o, si se quiere, la proa de los animales: en los casos más característicos es la parte más vivaz, es decir, la más aterradora para los animales vecinos. Pero el hombre no tiene una “arquitectura” tan sencilla como los animales, y ni siquiera es posible decir dónde comienza. En rigor comienza por la parte superior del cráneo, pero lo alto del cráneo es una parte insignificante, incapaz de atraer la atención y son los ojos o la frente los que desempeñan el papel significativo de la mandíbula de los animales. Entre los hombres civilizados la boca incluso ha perdido el aspecto relativamente prominente que todavía tiene entre los “salvajes”. No obstante, la significación violenta de la boca se ha conservado en estado latente: se recupera de pronto con una expresión literalmente caníbal como bocas de fuego, aplicada a los cañones por medio de los cuales los hombres se matan entre sí. Y en las grandes ocasiones la vida humana todavía se concentra bestialmente en la boca, la ira que hace apretar los dientes, el terror y el sufrimiento atroz que hacen de la boca el órgano de unos gritos desgarradores. Resulta fácil observar al respecto que el individuo trastornado levanta la cabeza estirando el cuello frenéticamente, de modo que su boca llegue a ubicarse, tanto como sea posible, en continuidad con la columna vertebral, es decir, en la posición que normalmente ocupa en la constitución animal. Como si unos impulsos explosivos debieran surgir directamente del cuerpo a través de la boca en forma de vociferaciones. Este hecho pone de relieve a la vez la importancia de la boca en la fisiología o incluso en la psicología animal y la importancia general de la extremidad superior o anterior del cuerpo, orificio de los impulsos físicos profundos: vemos al mismo tiempo que un hombre puede liberar esos impulsos al menos de dos maneras diferentes, con el cerebro o con la boca, pero apenas se tornan violentos se ve obligado a recurrir a la forma bestial de liberarlos. De allí el carácter de constipación estrecha de una actitud estrictamente humana, el aspecto magistral de la cara con la boca cerrada, hermosa como una caja fuerte.

viernes, 8 de febrero de 2013

¿Acaso Dios no es justo?

Existen evidentes distinciones en la vida de los seres: unos son felices mientras otros son unos desgraciados; a unos la vida les sonríe mientras a otros les golpea severamente; unos alcanzan éxito, son ricos e inteligentes, mientras otros languidecen en medio de contrasentidos, limitaciones, miserias, enfermedades y problemas de toda índole. ¿A qué se debe esto? ¿Acaso Dios no es justo y misericordioso y trata a todos sus hijos por igual?
La respuesta a esta paradoja no la puede dar ninguna religión, ningún dogma, ni doctrina esotérica. Los males de la presente existencia son los frutos de causas indebidas y de grandes injusticias sembradas por cada cual en sus anteriores vidas y que ahora, en el presente, vienen a producir su debido efecto, sus frutos naturales, puesto que se cosecha solamente aquello que se siembra y no otra cosa distinta.
Esto lo explica la sabia Ley de la Reencarnación y su gemela doctrina del Karma. Esta ley enseña que detrás de todos los efectos visibles, palpables y cognoscibles que afectan al Universo y al hombre, cosas, planetas, personas, pueblos, historias y conformaciones, existen una serie de causas que le han dado origen y nacimiento, puesto que no pueden haber causas que no produzcan efectos, así como tampoco pueden haber efectos sin la existencia de causas previas que le han dado inicio.
Independientemente de que la gente lo sepa o no, crea en ella o no, las siete sabias leyes que rigen la marcha del universo entero en los tres planos de evolución consciente, se cumplen de manera fatal e inexorable. La razón del por qué algunos mueren jóvenes o nacen con defectos físicos y limitaciones, mientras otros disfrutan de salud plena, abundancia y dicha, la explica la Ley de Causa y Efecto, a través de sus manifestaciones de la Reencarnación y el Karma.
La reencarnación le permite al hombre entender su misión en el mundo y da respuesta cabal a las tradicionales preguntas del por qué y para qué se nace, qué estamos haciendo en este planeta, hacia dónde vamos, qué hay detrás de la muerte, cuál es el sentido de la vida y cómo hacer para descubrirlo a tiempo. Explica igualmente una vez entendida la cuestión conciencialmente, el por qué unos son felices mientras otros no, unos nacen con talento mientras otros son brutales y grotescos, unos son agraciados y gozan de gran aceptación en la sociedad, entre el sexo opuesto, etcétera, mientras otros son desagradables, repelentes y no logran alcanzar sus metas en la vida.
Detrás de lo que aparentemente es una injusticia visible, esta la justicia invisible. Esto todavía no lo ha comprendido la humanidad, porque han perdido la clave esencial que da la verdadera respuesta, que explica el por qué de tantas distinciones y diferenciaciones entre la humanidad: La Ley de la Pluralidad de Existencias o Reencarnación.
No es la primera vez que estamos en este mundo, ni la actual vida nuestra única existencia. Hemos nacido múltiples veces sobre el planeta, cada vez en nuevos cuerpos, siendo el alma la misma que regresa para aprender las grandes lecciones de la vida y sufrir pruebas y experiencias, dolorosas muchas y felices otras, para compensar errores anteriores. Lo bueno o lo malo que nos ocurre en la actualidad son los efectos de las causas buenas o malas del pasado, las bondades o las maldades que cometimos contra el prójimo, el altruismo o las barrabasadas, las vivezas, las crueldades y falta de tolerancia, las calumnias y los crímenes ejecutados en el terrible ayer del cual nada recordamos. He ahí un asomo de tan grande justicia: cosechamos lo que hemos sembrado y los frutos recogidos no son otra cosa que la mensura que se nos está aplicando con la misma vara que medimos a los demás. ¿No fue eso lo que dijo Jesús?
La muerte no es el final de un individuo, así como tampoco el nacimiento es su comienzo. Sin la comprensión de la Ley del Karma y la Reencarnación, el hombre no es capaz de saber cómo están constituidos los planos superiores evolutivos de donde el alma desciende hacia la vida al encarnarse en el cuerpo físico.
La tarea de la evolución es larga, muy lenta, penosa y difícil, debido a que el hombre por su libre albedrío, escoge y traza su propio destino. Nadie le va a obligar a hacer tal o cual cosa, o a abstenerse de tal comportamiento o actitud. Él solo traza su vida y se compromete o se libera. El llamado de los sentidos y el deseo de poder, supremacía, dominio, etc. y la incorrecta justicia o el mal proceder, lo retendrán por muchísimo tiempo en los mundos densos e inferiores tal como este planeta Tierra, donde el nivel espiritual de evolución es bajo y por ello se le tiene como un lugar de sufrimientos y miserias.
La ley del Karma ata al hombre pasional, injusto y malvado a la rueda de múltiples nacimientos dolorosos para que pueda reparar sus errores y extralimitaciones, si hizo el mal o para experimentar nuevas peripecias y sucesos agradables, si hizo el bien, todo en aras de la propia evolución de cada uno, de su propio bien. A los cielos no se llega sino cuando la purificación del ser sea total y los pecados y debilidades redimidos. Mientras exista maldad o dureza en los corazones, mientras el hombre no se proponga de una vez por todas a ser recto, honesto, justo, bondadoso y bienintencionado, dominador de su naturaleza inferior, nacerá decenas de veces en situaciones y circunstancias donde el mismo mal que aplicó a los demás, le será aplicado a él, puesto que con la vara que medimos al prójimo, tarde o temprano seremos medidos. Y ojalá esa medición sea hecha en la actual existencia y no nos sorprenda la muerte con esa falta a cuestas, porque sería peor el resultado al renacer.
Mientras exista un atisbo de injusticia, de codicia y arrogancia y apegos a toda naturaleza, crueldades y ansias exageradas por el oro y las posesiones, mala fe y desamor en los corazones, o cuando por razones cósmicas, en la presente encarnación el hombre no ha expiado ni reparado el mal cometido contra otros en anteriores existencias, deberá volver a la carne, a nacer en mundos tridimensionales como este, mejores o peores, según como sea lo que nos merezcamos a los ojos de la Justicia Divina y lo que uno mismo ha escogido antes de nacer.